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Conclusión: no vendría a verme.

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Conducía sin parar de hablar mientras que yo, a su lado, leía el mensaje que acababa de llegar. Me anunciaba que no nos veríamos en esta ocasión. «Estoy cansada»- me explicaba. «Hay algo que no estoy gestionando bien y me agoto, cosa que me hace enfadarme mucho conmigo misma».

En algún rincón escondido de ese mensaje podía apreciar un destello de frustración, no sólo suyo, también mío. Pues maldito agotamiento, ¿no?

Le miré un poco mejor pero no le dije nada. Seguía conduciendo mientras hablaba sobre el mundo y su evolución. Parecía inspirado. Eché un vistazo al paisaje por la ventanilla lateral, y luego volví a mirar al frente.

Había dejado de escucharle sin querer. Examiné la parte de su cara que podía ver desde mi lado, tratando de ver si él se había dado cuenta, pero seguía concentrado en sus palabras, y toda su cabeza resplandecía por la luz del sol. Estaba dispuesta a unirme a la conversación pero mi mente no dejaba de volver una y otra vez a aquel mensaje, a una palabra en concreto: cansancio.

Bajé la ventanilla y el aire entró remolineando alegremente en el vehículo agitando mis pensamientos. ¿Estaba yo agotada? No, creía que no. Intenté sentir todo mi cuerpo, desde los pies a la cabeza y me pareció que no existía ningún tipo de cansancio. Al menos, no era reconocible para mí en ese instante. Lo que sí me vino inmediatamente fue una especie de conclusión: a mí lo que me agotaba eran las cosas grandes. Cosas como pensar en lo que sucede en lugar de dejar que suceda. Tener en cuenta mis «debería» más que mis «gustaría». Olvidarme de mi. Entregarme a la inconsciencia. Negar mi intuición. Pero aunque todas ellas eran grandes cosas, me di cuenta de que había una gigante. Gigante y pesada porque contenía todas las demás. ¿Qué era lo que me dejaba exhausta y desamparada?

El miedo. El miedo que cuando se instalaba en mi mente me atropellaba. Miedo a no poder, a no saber, a no ser suficientemente buena. A la carencia. No ser querida. El miedo, que cuando penetraba y yo le daba permiso para que se quedara me agotaba hasta dejarme paralizada. Totalmente incapacitada.

Me quedé un rato más en silencio, en un estado de estar sin estar, dejando que la vibración del coche tomase todo el protagonismo. Llegar a deducir que el miedo me dejaba exhausta me había concedido un estado de alivio y algo de paz. Y aunque no era la respuesta que esperaba, en realidad no sabía si esperaba alguna, debía de tener algo de verdad porque la noté tocar cada célula de mi cuerpo. Como un vibrar que sabe a verdad y entonces notas que te empieza a transformar.

Me sentí mejor, como si me hubiese purgado. Había dado un paso más, aunque hablando con propiedad, quizás lo que había hecho era avanzar algunos kilómetros más.

Daba igual. El viaje continuaba.

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