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No es fácil conocer el origen de los declives

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¿Cuándo fue el momento exacto en el que me di cuenta que no me gustaba mi vida? Y lo más importante, ¿cuándo fue el momento exacto en que me permití aceptarlo? Porque darse cuenta es una cosa y querer aceptarlo es otra.

El incio de un final siempre es doloroso. No creo que haya tenido ninguno que fuera especialmente agradable y aún así no dejo de tenerlos. Supongo que es como debe de ser.

Cuando me di cuenta de que mi vida no me gustaba le eché la culpa a mi trabajo. Era lo más sencillo. Lo más obvio pero no certero. Jornadas interminables, días deambulando por aeropuertos y noches dejando mis sueños en almohadas de hoteles. Mucha presión y poca vida personal. Y aunque acudí a varias entrevistas en un intento de tomar las riendas de mi vida, nada me convencía.

No era de extrañar, la solución no estaba ahí por mucho que lo creyera y mi miedo no me dejara ver más allá.

Recuerdo perfectamente esos días en los que no sabía nada de mi futuro. Tampoco de mi presente.

Sólo, cuando aquella mañana y de forma tan pausada él me habló, ese presente dejó de parecerme tan inmóvil y el futuro se me antojó algo más concreto. «Puedes estar tranquila, encontrarás tu camino», dijo con ese acento chileno que en mis oídos sonaba algo desértico pero nada seco.

Y le creí. Mucho.

Con Ariel tuve una de las revelaciones más importantes de mi vida.

Por aquella época todavía no le conocía demasiado pero confié en él. Sabía que podía hacerlo. Nunca había tenido un amigo mucho mayor que yo. Ingeniero, de cabellos blancos y melena desordenada. Tenía el aspecto propio de científico loco. Un hombre lleno de vitalidad, muy tímido y que amaba el mar.

Él hizo algo que nunca nadie hizo conmigo antes. Me preguntó cuál era mi capilla Sixtina. Y con tan inocente cuestión me transportó a otro plano para provocar un encuentro maravilloso. La inevitable cita con mi pequeña verdad.

Ahora sé que la vida te envía mensajes constantemente. Y lo hace en otros lenguajes porque sabe que los puedes descifrar. Nunca envía nada que no puedas manejar. Es muy considerada.

Aquel era el momento. El momento de jugar el juego de la vida a lo grande. Habitarme de nuevo para recuperar la confianza perdida. Era el momento de posicionarme en mi propia vida y dejarme guiar. Sólo tenía que averiguar mi propósito. La razón por la que estaba aquí. Mi capilla sixtina, esa en la que seguir trabajando aunque me cayera pintura en los ojos y me quedara ciega. Ese impulso sagrado por el que daba igual si a los cardenales les gustaba o no lo que pintaba. Si recibía dinero o no por ello. Era el momento de parar y dialogar con mi Miguel Ángel interior porque lo creas o no todos tenemos uno dentro. Un Miguel Ángel valiente que sigue y confía en su propósito.

El propósito es mágico. Tampoco prescribe.

Nos dicta los cómo.

Crea la forma.

La forma de nuestra vida.

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