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Budapest, Hungría 2015

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Me encuentro frente a lo inacabado.

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Hace días que entro en el estudio bien temprano sumida en un silencio nervioso.

Como siempre, nada más llegar me acerco a la mesa y enciendo las velas. Inclino el incienso para que la ceniza no caiga fuera y acomodo el cojín rosa que yace volcado en mi sillón de trabajo.  Su lugar es el respaldo, pero siempre le encuentro ahí, donde tengo que poner mis posaderas.  Debe ser su manera de descansar. Tal vez, sea su forma de darme los buenos días. Ojalá lo supiera.

Tomo asiento lo más delicadamente posible  como si no quisiera despertar a todas esas criaturas que pueblan mis dibujos y que colgadas me observan desde la pared de atrás. Puedo notarlas, como cuando estás en una terraza un medio día de otoño y  notas el  calor del sol rozándote la espalda.

Por ahí, medio ordenados, medio esparcidos están mis diarios. Son muchos. Repletos de notas, de historias. Azules, verdes, color rosa. Ahí están, donde les dejé cuando llegué de Asia esperando pacientemente que los revise. Hay todo un mundo en su interior que espera ver la luz pero, no puedo. Mi tragedia ha comenzado.

Entonces, fiel a la montaña rusa en la que se ha convertido mi vida creativa desde mi regreso a «casa», me sumo en la angustia. Tentada, sobre todo, a no hacer nada. 

Una tras otra, todas las ideas para dar forma  a una no-forma se alejan de mí. La infinita posibilidad me mata. Se amontona y no sé cómo tratarla.

Entro en un viaje inmóvil en la que sólo mi vente viaja. Porque en realidad ,pensar es eso, moverse en el espacio, encontrándote con personas y situaciones que necesitan de una energía que deberías estar utilizando para resolver aquello que  te preocupa, aquí y ahora. 

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De repente, noto el cojín en mi espalda. Es como si él fuera el único preocupado en impulsarme hacia adelante. Manteniéndome erguida para recibir esa creatividad de la que soy merecedora. Ella nunca se marcha. Espera por mí como lo haría una buena amiga. Y yo, dándola por pérdida todos estos días.

En un instante, mis pensamientos dejan de paralizar eso que impulsa mi cuerpo. He regresado a mí de manera progresiva y enseguida constato una cosa: lo importante es el qué y el para qué. El cómo, se revela mientras haces el camino. Es algo de lo que no debería preocuparme, lo sé por experiencia. A saber por qué se me olvida.

Por primera vez en algunos días me vuelvo a sentir enchufada. Qué delicia. Sentir ese alivio es lo mejor que existe. Lo más parecido a la libertad.

Confiar en la vida me quita un peso de encima. Despojarme de la responsabilidad de hacer todo lo que sé que puedo hacer me devuelve la alegría. Tengo ganas de jugar otra vez.

Cuando sufres, la mejor lista de Spotify suele ser el silencio. Te explica mejor que nadie que el ego está de visita.  Sólo él es capaz de paralizarme así con sus exigencias y sus prisas. Apuntado directamente a mi pudor y señalando lo que me falta en mi vida.

¿Por qué le dejo hacer todo eso conmigo? Será porque me faltó amor, ¿no?

Ahora me doy cuenta de algo.

Más que nunca.

Para encontrarme mejor tengo que dejar de separarme de lo esencial.

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