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La plenitud no prescribe, la felicidad sí.

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Cuando empezamos a conducir aquella furgoneta él ya estaba muerto.

No sólo le habíamos dejado a 17.000 kms de distancia, sino que ahora desconocíamos su paradero. Ni tomando un avión privado llegaríamos a tiempo para su entierro. Algo que no dejaba de ser un total desconsuelo.

La vida nos decía que no había mucho más que pudiéramos hacer, por lo que pensamos que aventurarnos a descubrir la costa Este australiana en furgoneta nos ayudaría de alguna manera.

«No tienes ninguna oportunidad, aprovéchala» como diría el pesimista y adorable Schopenhauer. Así hicimos.

Los tres primeros días de camino fueron indescriptiblemente incómodos, no sólo porque estábamos conduciendo por carreteras inóspitas con una furgoneta que no era nuestra y que tenía una nevera de esas de playa de toda la vida. Tampoco el hecho de tener que conducir por la izquierda. Ni siquiera el no saber dónde íbamos, el calor infernal y no tener electricidad nos molestaba mucho.

Bueno, en realidad sí sabíamos dónde íbamos.  Conocíamos la dirección, pero no el camino.

No, la incomodidad no provenía de ahí, sino de no viajar solos. Parecía que sí, pero no, viajábamos bien apretados en esa furgoneta. La señora «Impotencia» y su pareja don «Dolor» junto con su hija mayor «Disimulo», viajaban con nosotros. Los tres estaban allí, sentados justo en la parte de atrás. En los asientos sin respaldo con cojines azules que por la noche se convertían en nuestra cama.

¿Qué se hace con esas partes de tu vida que no conoces pero que tanto te pesan?

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 Viajar con esta familia era algo así, desconocíamos que hacían el camino con nosotros pero de alguna manera podíamos percibir su presencia. Una presencia que pesaba y determinaba.

El plan era pasar veinte días recorriendo miles de kilómetros, pero yo no estaba segura de que pudiéramos lograrlo. Todo olía a incógnita, a resistencia aunque yo deseaba con todo mi corazón permanecer allí. Nunca había estado en un lugar igual. Pero algo sucedió.

Un día, después de baños en el mar en el que nos vimos rodeados de delfines nadando a sus anchas a nuestro alrededor, varias noches acostados mirando las estrellas en medio de la nada y un paseo por la selva más salvaje codeándonos con bichos que no sabíamos ni que existian, don Dolor y doña Impotencia nos dieron una tregua. Decidieron dejarnos proseguir el viaje a nuestro aire. Su hija «Disimulo» nos dijo que no podía seguir allí con nosotros mucho más tiempo. Su papel era muy duro. Había que tomar una decisión por el bien de todos.

No nos podíamos permitir el teatro ni las medias tintas en un momento tan auténtico de nuestra vida. Tocaba decidir, de verdad y con valor si volver a casa definitivamente o continuar nuestro sueño. Y allí, en medio de un campo precioso cobijados por otro gran árbol (como el que nos cobijó cuando nos dieron la noticia del suceso) tomamos la decisión. Dijimos que sí.

David tomaría el volante de esa furgoneta surfera bien seguro y yo le acompañaría en lo que hiciera falta. Tanto si era hacia adelante como hacia atrás. El viaje continuaba. El sueño también.

A partir de ahí todo fue vivir en la sorpresa. En la intensidad absoluta. La vida simple fue la vida más rica de la que nunca gozamos. Todo nos conmovía. Nos sentíamos especialmente sensibles, vivos y libres. Muy libres. Parábamos donde queríamos. Compartimos risas, comida, confidencias con gente de todas las partes del planeta. Coincidimos en espacio y tiempo con cocodrilos, canguros, serpientes, arañas, peces «nemo»…Pusimos gasolina en gasolineras de película. Buceamos en la barrera de coral. Conducíamos por carreteras en las que había carteles con preguntas que tenías que adivinar, tipo trivial on the road, para evitar que te quedaras dormido/a en su inmensidad. Conocimos a personajes de la Australia profunda muy profunda. Super profunda. Tuvimos días que recorriamos 400 kms sin encontrar nada. No personas, no gasolineras, no coches. Sólo él , yo y la vasta naturaleza. Todo un reto que nos tenía entusiasmados.

El gozo que sentía había logrado eclipsar al dolor pero no me di cuenta realmente hasta aquella mañana.

La oscuridad de la noche anterior había sido total. Cuando llegamos a aquella playa era un poco tarde. Ya no estábamos en el punto álgido del verano y anochecía temprano. Habíamos parado allí antes de iniciar el regreso a nuestra nueva casa en Australia. Aquel punto era el destino final. Desde allí desharíamos camino.

Nos habían aconsejado que no siguiéramos mucho más hacía el norte porque el ciclón estaba arrasando todo. Y así fue como nos sentimos aquella noche dentro de la furgoneta. Arrastrados hasta lo más profundo de la vida por un viento que parecía que iba a llevarse todo. Mar incluido. Pero no tenía miedo. Sólo oía el viento y me parecía que iba al mismo ritmo que el golpeteo de mi corazón. Si no tenía el poder de parar eso tendría que dejarlo suceder, me dije o me dijeron, ya no lo sé bien. Me hice un ovillo contra el cuerpo de David y me dormí.

A la mañana siguiente el primer impulso fue abrir las cortinas de la furgoneta. ¿Quedaría algo ahí afuera después de aquel vendaval? Todos estaban allí, como siempre. Los canguros habían venido a visitarnos. una mañana más. Excepto las madres con sus crías que siempre se quedaban bien lejos, en guardia y sin mucha intención de confiar en esos dos extraños seres semi desnudos, con los ojos pegados y los pelos siguiendo su libre albedrío.

Fue esa luz de las seis de la mañana la que me alumbró y me mostró que ya no estaba incómoda conmigo misma.

Tengo muy presente aquel amanecer, porque precisamente fue cuando me vi cara a cara y por primera vez, con la plenitud. La reconocí enseguida y me di cuenta de que lo que había estado compartiendo con los estudiantes de «Cómo hacer lo que ames» durante estos años, lo estaba viviendo. Esta vez había venido para quedarse, aunque seguro que habitaba en mí desde siempre.  Y es que la plenitud como la abundancia no es algo que haya que buscar o alcanzar, sino una manera de ser.

La plenitud no prescribe.

Ser pleno/a es ser magia.

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