
Nunca pensé que el día 14 de febrero pudiera quedar marcado en mi vida como un día «cruel».
Nunca olvidaré las 9:37h de ese día. Tampoco esa calle. Ni ese sudor frío recorriendo mi espalda. Tampoco ese profundo vacío en mi corazón.
Volvía a casa después de mi sesión de pilates cuando sentí mi móvil vibrar. Metí la mano en el bolsillo y lo saqué con cuidado. Al acercarlo vi que había llegado un mensaje.
Presioné la pantalla y automáticamente apareció aquella frase: «Antonio se ha ido».
Sin poder de dejar de mirar el móvil leía el mensaje una y otra vez. Una y otra vez. «Se ha ido», «Se ha ido». No podía ser. Él no podía haberse ido para siempre. ¡Si todo estaba bien!
Rápidamente y sin pensar mucho llamé al amigo que me había enviado aquel mensaje.
«Dime que no es cierto»-le imploré nada más descolgar el teléfono.
«Si, Vero, es cierto. Puedes creerlo. Le han encontrado hace un rato en su casa»- me dijo con un tono triste y de resignación.
Entre sollozos sólo alcancé a decirle que por favor me avisara si sabía algo más. Colgué y fue entonces cuando empezó mi calvario.
Mi mejor amigo desde la infancia se había ido mientras dormía. Así, de repente. Sin despedirse. De manera tranquila. Dulce. Una muerte perfecta para una persona de 100 años pero no para alguien que estaba preparando su fiesta de los 40. No para él que siempre reía y me hacía sentir la persona más especial del mundo por estar cerca suyo.
En estado de shock escribí a mi grupo del curso online «Cómo hacer lo que ames» para contarles lo que había ocurrido y decirles que si necesitaban algo de mí disculparan si no les contestaba de inmediato. Tenía algo de lo que ocuparme y no iba a ser fácil.
Fue entonces cuando entre tantas palabras de ánimos, apareció ella y me dijo: «haz que valga».
Desde el pasado jueves a hoy puedo decir que mi vida ha cambiado. Profundamente. En menos de una semana he aprendido tanto como en años. He aprendido a sentir un dolor que me aprisiona, que no me deja respirar y no querer evitarlo. He aprendido a abrir los ojos por la mañana y darme cuenta de que tengo que continuar. Pero sobre todo, he aprendido una lección de amor tremenda: ten cerca siempre a los que amas. Díselo. Tócales. Siente cómo están. Dáles tu tiempo. Sé que suena a tópico pero es así. Igual no hay tanto tiempo como pensamos.
Hoy te cuento esta historia porque quiero hacer que «valga». Porque hay que vivir. Seguir nuestros sueños. Sentir que somos capaces. Para que si algún día nos acostamos y no nos volvemos a levantar que todo haya valido la pena. No sólo para nosotros sino también para quienes nos rodean.
Tengo su risa clavada en mi cabeza. Sus gestos en mi corazón. Nunca le olvidaré.
Tampoco tú te olvides de vivir. Hagamos que valga, ¿te parece?
**Adéu…et trobaré a faltar. Amb tu tot era molt senzill. Gràcies.