Los viajes son transformadores. La vida lo es.
Viajar no es sólo ir del punto A al punto B. Viajar también se hace por dentro, en un tren de emociones con paradas habituales en la estación de la esperanza y sin un destino final que hace que no seas la misma persona que unos segundos, horas, días, semanas o meses atrás.
No es necesario ir muy lejos para que un viaje transforme. Incluso en unas horas uno puede viajar sin alejarse de su lugar habitual y sentir que algo cambió.
La primera vez que recuerdo que dije eso de: «Después de este viaje hay un antes y un después en mi vida» (sí, es que yo soy así de rotunda) fue en el año noventa y cinco después de regresar de Venezuela. Me impactó lo que allí viví.
Más tarde en el tiempo y sin haber sentido nada parecido a pesar de viajar incansablemente y permanecer largas estancias en otros lugares la sensación volvió a invadirme. Esta vez se trataba de Hawaii. Algo muy grande había vuelto a cambiar en mi y tal fue la transformación que un año más tarde de mi vuelta cambié toda mi vida para dedicarme a «hacer lo que amaba». Ahora, cinco años más tarde y después de un viaje a Japón puedo decir que de nuevo «algo ha cambiadoí».
El viaje acompaña al ser humano a lo largo de la historia. El turismo llegó en el SXIX con el tren de vapor y su velocidad. Es muy joven, en realidad.
Como bien dice el periodista Javier Cuervo en un artículo suyo publicado en el magazine de La Vanguardia: «La velocidad es igual a distancia partida por tiempo, y el tiempo marca una diferencia: el viajero iba para largo y tenía necesidad de adaptarse. El turista va y vuelve tan rápido que no precisa cambiar nada. Algunos ni siquiera se cambian de ropa».