Igual, a ritmo de emisiones de televisión, ya nos habíamos acostumbrado a que las cosas fuesen de esa manera.
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Mientras veía el programa no podía olvidarme de él. Tampoco de ellos. Ni del mundo en general porque pensaba ¿dónde estamos nosotros en todo esto? Cientos de personas eran rescatadas de morir en el mar por personas que anónimamente y de forma voluntaria arriesgaban las suyas para protegerles. Aquella noche, Jordi Evole nos acercaba sus historias, nos permitía conocerles y yo recordaba aquellos días que compartí con Niz. Parecía algo que había ocurrido en otra etapa de mi vida, mucho tiempo atrás, pero no, apenas hacía un año.
Niz llegó a nuestra casa en Australia un día en el que el tiempo empezaba a cambiar. Iba a compartir con nosotros una semana de nuestra vida pero lo que yo no sabía es que se quedaría para siempre en la mía. Su aspecto, aquella noche que nos presentaron en el porche de la casa, me pareció un poco de antiguo contemporáneo. Alguien de otra época pero que permanecía en un presente paralizado. Su edad no me era muy evidente, tampoco su nacionalidad. Vestía traje de chaqueta de paño inglés, gesticulaba como un profesor de filosofía y cargaba con el típico maletin de escritor que nunca acaba sus obras.
La primera noche con él fue de primero de desconcierto. Parecía que disfrutaba de un humor un tanto extraño y la timidez con la que se presentó a su llegada había dejado paso a un exponerse sin reservas. Niz era director, actor y dramaturgo. Tenía su propia compañía de teatro. Viajaba por Australia y por otros lugares del mundo contando historias. Las suyas, aunque eso lo sabría más tarde. Vivía en medio del bosque cerca de Melbourne, tenía un hijo y hablaba cinco idiomas. Aquella noche recitó maravillosos poemas de Rumi, bailó y cantó. Nos hizo ver que su sensibilidad hablaba bien de su potencia. Aunque sólo hicieron falta unas cuantas cervezas para saber que esa potencia se alzaba y se desmoronaba al mismo tiempo. Parecía que todo estaba bien pero…algo pasaba con Niz. Su presencia nos había gustado, nos había ilustrado pero también nos había dejado a todos muy confundidos. ¿Será que percibir el dolor de los demás es más fácil de lo que pensamos?
Todas las noches la misma historia. Niz llegaba a casa, empezaba a beber y de repente su timidez pasaba a ser estridencia. A mí me divertía porque me hacía aprender con sus ocurrencias pero al mismo tiempo mi inquietaba ese beber en exceso. Y ahí es cuando la historia tomó un rumbo inesperado. Una noche, me invitó al ensayo general de su obra. Estrenaba en un par de días y quería que hiciera unas fotos.
Tal y como le prometí, aquella tarde me presenté en el teatro, conocí a los actores y tomé algunas fotos. Tales of rain, tales of rain, tales of rain. ¡Qué nombre tan bonito tenía esa obra!-pensaba. No sabía de qué trataba, él no había querido desvelármela. De pronto, se apagaron las luces, la función comenzaba y también el momento en el que pude entenderlo todo.
Niz era un refugiado Irakí. Su obra, describía en una deliciosa narración, las penurias de alguien que cruzó a pie once fronteras. Y mientras los actos se sucedían, mi corazón se encogia. Algo dentro de mí dolía. La vida, me ofrecía la prueba viviente de que cada dolor que sufrimos no está siempre curado.
Volví a casa antes que él, una de sus actrices se ofreció a acercarme con su coche. Decidió quedarse un poco más y yo casi lo prefería. Eso me daba algo de espacio para poder respirar y pensar. ¿Qué haría cuando le volviera a ver? De repente, un refugiado ya no era alguien que sale por la televisión, sino que era una persona de carne y hueso con quien yo compartía espacio, aire y un salón.
Llegó bastante tarde y todo el mundo se había ido a su habitación. Yo seguía sentada en la cocina, frente al ordenador. Trabajaba en sus fotos. Me saludó muy contento mientras se acercaba a la nevera para sacar una cerveza. Me preguntó qué me había parecido el show concentrado en encontrar un abridor en el cajón. Le contesté que me había emocionado lo que había visto y al hacerlo me mecí en la silla, cargada de adrenalina, pero también con mucho dolor. No estaba segura de si debía o de si podía preguntarle alguna cosa concreta, pero no hizo falta. Sucedió solo. Aquella noche oí las historias más terribles que he escuchado en mi vida. Pero más que lo que me contaba lo que me impresionaba era lo que veía. Niz hablaba como si hubiéramos vuelto a aquel teatro. Narraba su historia como si fuera de otra persona. Podía entender su aparente distancia de lo sucedido pero al mismo tiempo no podía evitar asustarme. Se desconectaba emocionalmente para no encontrarse con lo perverso. Pero aún así no dejaba de hablar. Me dió detalles y más detalles. Muerte, palizas, atracos y muchos sueños. ¡Tenía tanto talento! Esa noche le dejé en el jardín hablando solo. De nuevo se estaba bebiendo su vida para hacerla más amigable.
Al día siguiente estrenó su obra. Todo un éxito. Los aplausos en la sala me hicieron recordar que la función se había acabado pero en realidad ése era el momento en que todo debía empezar. Aquella noche había mucho para celebrar. Niz se marchó de la casa al día siguiente. Antes de salir vino a buscarme, dejó su maletín en el suelo y nos abrazamos. En mi piel quedó pegada su generosidad, su valentía y algo de su encubierto dolor. Se llevó mis fotos y quizás algo más. Tendría que mirar.
Escuchar a aquel chico, recién rescatado del mar, con ojos brillantes y sonrisa esperanzadora, decír aquello de «Yo tengo talento. Puedo hacerlo. Cuando llegue a Europa me irá bien porque yo tengo talento», me hizo ver que él creía en Europa más que nosotros. También en sus sueños. Creía más en sí mismo que todos nosotros que nunca hemos sido rescatados del mar pero que quizás necesitamos ser rescatados del miedo y la inseguridad que nos produce disfrutar de nuestra libertad.
Estas personas a las que llamamos refugiados nos están ofreciendo más de lo que nosotros nunca les podremos dar. Una vez más, estamos fallando como humanidad.
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PD: Este artículo está dedicado a Niz, a todas esas personas cansadas y asustadas con las que me encontré en los trenes de Centro Europa esperando llegar a un lugar seguro mientras les iban cerrando frontera sin parar. También a las que cada día se juegan la vida cruzando el mar y que Jordi Evole nos hizo recordar el pasado domingo. Porque, como me dijo un empleado de la estación de tren en Viena, hasta que no nos demos cuenta de que lo que le pasa a uno nos pasa a todos, nada podrá cambiar. We are all one, dijo exactamente. No es tan difícil.