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Por aquella época todavía no era capaz de comprenderlo.

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Parecía que mi forma de ser la seducía con la misma intensidad que la incomodaba. Y cuando eso ocurría, enseguida se esforzaba por hacer algo que yo tampoco entendía: corregirme.

-Eres tan soñadora. Pareces Antoñita la Fantástica.- me decía irritada. O bien se lo decía al aire para que yo la oyera y no tener que mirarme cara a cara cuando hablaba de ella misma. Porque eso era lo que hacía: reprocharme lo que se reprochaba.

Siempre era la misma frase. Una y cada una de todas las veces.

Yo no conocía a aquella señora de nombre sugerente. Todavía no lo hago. Pero lo peor, es que no podía alcanzar a entender cómo parecerse a alguien que se llamara «fantástica» era tan poco afortunado.

-El mundo no es así.- sentenciaba.

Pero el mío sí, pensaba yo. Todo lo que había en él, en aquel momento, me gustara más o menos me resultaba tan estimulante. Estaba creciendo, todo era asombro y descubrimiento sin interrupción.

Poco a poco los años pasaron y a fuerza de tanto oírlo repetir, adquirí el convencimiento de que era una soñadora. Una Antoñita la Fantástica. Y eso, al parecer era malo. No me iba a ayudar nada en este mundo en el que pretendía estar. Y si al principio, no lo entendía muy bien, ahora ya me había hecho una idea de lo que eso significaba en realidad: no ser como ellos.

Bendito el momento en el que descubrí que aquello tan malo, en realidad, no era más que un regalo. Vivir desde el calor, la curiosidad y las ganas de conocer era todo un privilegio. Ser tú sin tener que esforzarte en resaltar era liberador. No había que hacer nada. No había que esforzarse. Yo ya estaba fuera. Fuera de la masa.

Lo habían conseguido, ahora esa sensación de «yo» y «ellos» no me abandonaría jamás.

 

 

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