
La punta de mi lápiz está llena de pensamientos y mientras dibujo me doy cuenta de que no es difícil volverse loco si permito tal alboroto.
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Hay días en los que el mundo comienza ahí, sentada delante del papel en blanco. Sé muy bien la razón por la que me hallo delante de ese espacio. Algo me llama, me seduce aunque todavía no puedo verlo.
El no saber me desconcierta. Me paraliza. Me llena de miedo.
Tanteo la idea de moverme sin mente, atravesando espacios infinitos de intuición y esperando a que se produzca el encaje. La chispa. El momento en el que todo culmina.
Y llega. Si aflojo, llega.
¿Es esto seguridad? Debe serlo. El lápiz se mueve solo y certero. Sabe a donde va. No hay cautela en el proceso, no puede haberla, ella procede del miedo y en este preciso momento, yo no lo siento. Así que me entrego a una dulce danza de trazos y algún borrado más o menos intenso. Ya no sé lo que hago. Ya no dibujo. Soy dibujo. Y descubro algo que me resuena muy adentro: la única seguridad es disfrutar de la inseguridad. No hay otra forma de sentirse seguro. Sin amar la inseguridad no estaremos seguros, sólo cómodos.