Hay nervios en mi estómago, y son de color malva y rosa. Es el día de la llegada.
Lo siento como un triunfo pero todavía no es momento de celebrarlo. Queda un buen trayecto hasta el lugar donde me esperan. La estación de Waterloo en domingo resulta algo vacía. Contrasta mucho conmigo que tengo veinte años y vengo dispuesta a comerme el mundo.
Aquel domingo de hace más de veinte años, fue un momento definitivo en mi vida. Había llegado a Londres. Estaba sola con una maleta pesada en la mano y un nudo en la garganta por haber dejado a mi familia en el aeropuerto hacía sólo unas horas.
Ahora es por la mañana y repaso mentalmente mi llegada a Australia. Cierro los ojos e intento revivir las sensaciones del momento. «Han pasado más de veinte años desde tu primer partida», me digo, sin embargo me siento como viviendo una segunda juventud.
No me emociono, pero casi.
Estoy en el mismo punto que hace veinte años, veinte años después. Interesante. La única diferencia es que en aquel momento quería tener más de todo. Más experiencia, más inglés, más amigos y ahora, a los cuarenta sólo quiero gozar de todo.
La vida adulta me ha venido bien. Presto atención y decido conscientemente qué tiene sentido y qué no lo tiene.
Puede que el «mundo real» tenga el derecho a decirnos qué hacer con nuestra vida todo el tiempo, pero la «realidad»; la que vale, tiene que ver con lo urgente. Con llegar a los treinta años, a los cuarenta, o incluso a los cien sin sentirse perdido.
Saber escucharse, saber leerse y saber entenderse. ¿Puede ser eso lo urgente?