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Había una razón para hacerlo: participar en la belleza de lo Universal.

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Cuando estás tan cerca de la grandeza es inevitable sentirte pequeña.

Esa sensación te deja de pie, en una soledad ficticia en medio de un camino de humildad en el que sin forzarlo conoces profundamente lo que significa formar parte del todo. Perteneces a algo más grande y entonces esa sensación te envuelve de algo tan bonito que no puedes dejar de admirar.

Cada salto que las ballenas daban a nuestro lado mis ojos se abrían como platos, el cuerpo se tensaba y surgía una mezcla de sensaciones bien extraña: el temor a lo desconocido junto con la alegría de vivir. Era como que el pecho estallaría en algún momento pero no importaba en absoluto porque si lo hacía, el corazón caería al mar y ellas lo recogerían. Lo harían con sumo cuidado y estoy segura de que hasta me ayudarían a volver a colocarlo.

El papel de las ballenas es fundamental para la salud de nuestro ecosistema marino y nuestra obsesión por poseer, manipular y enriquecernos está acabando con ellas. Me entristece sentir tanta inconsciencia. ¡Estamos tan lejos de nuestros orígenes! ¿A qué se debe tanta desconexión? Creo que puedo intuirlo.

Aquellas dieciocho ballenas azules con las que compartí unas horas aquel día me enseñaron mucho sobre mi. Sobre lo que significa apreciar, valorar y sobre todo amar. Porque es muy difícil sentir gratitud cuando uno no se quiere a sí mismo/a. Cuando todo parece poco y confiar en los propios sentimientos ni siquiera es una opción.

Saber apreciar da serenidad, la serenidad que nos muestra que la vida no es algo que te ocurre, no. La vida no ocurre, responde. 

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